Por Jorge Ortiz.
Edición 463 – diciembre 2020.

Su prestigio no era el más sólido posible. Muy por el contrario, de él se decía que estaba lejos de ser un diplomático brillante, a la altura de la impecable tradición vaticana, obligada a proceder con finura de orfebre en esos tiempos tumultuosos y repletos de malos presagios que transcurrían entre las dos guerras mundiales. Era un hombre bueno, sí, bondadoso y afectuoso, de carácter afable y trato ameno, pero carente de la erudición y la solidez intelectual que distinguieron a los pontífices de aquellos años: Pío XI, primero, y Pío XII, después.