Vladímir Putin tuvo el 25 de diciembre de 1991 la peor Navidad de su vida: ese día, en Moscú, fue firmada la disolución oficial de la Unión Soviética, y él, agente de la KGB en Berlín, se quedó sin su patria, su ideal, su referencia. Pero, gracias a su sagacidad y su astucia de buen espía, ocho años después ya era presidente de Rusia. Y se dedicó a reconstruir el imperio perdido. Y lo está logrando.

Llovía en Moscú esa Navidad y, a pesar de lo trascendental del hecho que estaba ocurriendo en el Kremlin (nada menos que la extinción de una potencia mundial que había estado presente en todos los acontecimientos decisivos del siglo XX), las calles permanecieron casi vacías, sin nada que revelara la importancia del día. Hacía mucho frío. Pero no eran ni la lluvia ni el frío lo que mantenía a la gente en sus casas. Era la certeza de que, incluso antes de la firma, su país ya estaba muerto. Había sido una agonía prolongada y tormentosa, causada por el fracaso del sistema socialista y rematada por el fallido golpe de Estado que los sectores comunistas duros habían protagonizado cien días antes.
Fue, en palabras de Vladímir Putin, “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Y es que la Unión Soviética era su orgullo: un país de quince repúblicas y 22,4 millones de kilómetros cuadrados en dos continentes, con 293 millones de habitantes, apoyado en el ejército más vasto del mundo, con todos los países de Europa del Este convertidos en colonias y con su capital, Moscú, erigida en sede de una ideología, el marxismo-leninismo, que encandiló y llenó de ilusión a millones de personas en todo el planeta. Pero no era la ideología lo que Putin añoraba: él, hombre pragmático y realista, sabía que el socialismo suena muy bien pero funciona muy mal. Lo que Putin en verdad añoraba era el imperio.