La desbandada en Afganistán abrió una nueva era geopolítica, con Occidente en pleno repliegue.

Cuando se presentó en la televisión para dar la buena nueva, que lo hizo con su sobriedad habitual, al presidente Barack Obama se le notó que se había quitado un peso de encima: un comando de élite había matado a Osama bin Laden, después de una búsqueda infatigable de casi diez años, con lo que su país, los Estados Unidos, había cumplido el segundo de los propósitos que se impuso cuando sus tropas ocuparon Afganistán en octubre de 2001. El primer objetivo, desmembrar la red Al Qaeda, había sido alcanzado a lo largo de los diez años anteriores. La misión había sido cumplida. Ahora podría retirar a sus soldados con la frente en alto. Era mayo de 2011.
Pero en los siguientes seis años, hasta la expiración de sus dos mandatos en enero de 2017, Obama no encontró el momento de hacerlo: sus consejeros políticos le aseguraban que el régimen democrático afgano seguía siendo frágil y sus mandos militares le advertían del peligro de resurgimiento de las milicias radicales islámicas. La retirada, cuando ocurriera, debería ser cautelosa y gradual. Pero cuando Donald Trump asumió la presidencia las sutilezas estratégicas se terminaron. Lo que ocurriera en Afganistán no era su problema: él quería ser reelegido y supuso que sacar a sus tropas le daría votos. Y firmó un acuerdo con el Talibán para la evacuación total de la fuerza militar occidental en 2021. Era, en realidad, una capitulación.