
Con la misma insolencia que solía arrancarnos el bocado en el recreo, el Loco Mena se acerca por detrás y me quita los lentes. No me digas que estás de incógnito, me dice, soltando un graznido de gaviota con tufo a trapiche. La misma risa de la infancia aunque ya vieja, ya convertida en desesperación. Me había seguido un par de calles desde el hotel, a fin de asegurarse de que el tipo rengueante, miope y calvo, era yo en persona. Cojeas estilo canoa, me dice, y suelta una nueva carcajada.
Amoratándome el brazo me conduce al Gato Negro, un bebedero por el que habían pasado algunas generaciones de sedientos, incluido el propietario actual. También él, como nosotros, era escuelero en los años sesenta. ¿Lo reconoces?, le pregunta el Loco, exhibiéndome como a un caballo en venta. Sus gelatinosos ojos de pescado suben del mostrador hasta mi mentón. Sin dar ninguna respuesta, se esfuma detrás de una cortina y vuelve con dos vasos, una coca y media botella de Norteño. El Loco toma las botellas y los vasos, y se enrumba hacia una mesa. Yo pago la cuenta y me encamino al baño, para calibrar el alma por las narices.
No tengo que abrir la boca sino es para beber y fumar, mientras el Loco, como si estuviera jugando al flipper con la escopeta, me enumera muertes y desgracias de un sinfín de excompañeros. Nuestra mesa se va achicando con el goteo de sus amigos. Mira quién viene, me dice eufórico, señalándome un esqueleto tambaleante en dirección a nuestra mesa. No sé cómo, en ese esperpento reconozco a mi vecino de pupitre. Aquamán, le digo, palmoteándole el omóplato con cuidado para no desbaratarlo.