Los nombres propios de esta historia han sido cambiados para proteger la identidad de los protagonistas. ///
Por Pablo Torres Aguayo ///
Fotos: César Morejón ///
El equipo del Grupo de Intervención y Rescate (GIR) caminó durante cinco horas desde Mindo para llegar a Nambillo, en el noroccidente de Pichincha. Atravesaron senderos de lodo, raíces que brotaban del suelo, ríos desbordados que les llegaban al pecho, pendientes resbaladizas y árboles tupidos que, en ciertos puntos, no dejaban pasar la luz del sol.
El sargento primero Juan Reyes recorrió este trayecto con 60 libras de peso encima. Llevaba un casco y un chaleco antibalas hechos con fibra sintética Kevlar (el mismo material que se usa para fabricar neumáticos o velas náuticas), su uniforme de camuflaje, municiones 7,62 —llamadas también 308— y un rifle Remington 700. El arma mide poco más de un metro de largo, pesa siete kilos y está toda pintada de negro. El alcance práctico de un fusil como este es de 1 200 metros. La marca personal de Juan, que lo ha usado durante los dieciséis años en que ha sido francotirador del grupo de élite de la Policía Nacional del Ecuador, es de 800 metros.
El rehén, un empresario de mediana edad, estaba encadenado a un árbol, junto a un bohío de madera construido por sus captores. Los “malos”, como llaman los oficiales a los criminales, eran ocho, llevaban uniformes militares que les quedaban grandes y usaban sus gorras al revés, con la visera hacia atrás. El grupo de asalto de la Policía se acercó al secuestrado por una quebrada cubierta de árboles y monte. Juan escogió un rincón escondido en la maleza y se apostó.
Por esos días Juan tenía 34 años de edad y más de una década de entrenamiento. Había aprendido a rastrear restos de comida y excrecencias corporales, a deslizarse sin hacer ruido ni dejar huellas: Juan había aprendido a desaparecer.
Los “malos” tenían lanzagranadas, fusiles de alto calibre —HK, M16— y posiblemente el tipo de entrenamiento militar que se voltea en contra de los civiles. Ese día, Juan fue el encargado de ‘romper el silencio’, es decir, quien disparó primero y anunció la presencia del equipo de rescate.
Juan rompió el silencio. Y dio en el blanco. El cuerpo cayó desmayado. El “malo” no se dio cuenta de su propia muerte.
El rehén fue liberado. Era domingo, hacía calor y había mucha humedad.
El de Nambillo fue el primer tiro realizado por Juan como francotirador. La segunda vez que tiró a matar fue en la Amazonía, en un operativo de liberación de rehenes cerca de Lago Agrio. La noche de la selva era oscura y cerrada, y los “malos” habían tendido una serie de ramas secas alrededor de su escondite como si fuesen alarmas orgánicas. Juan se colocó un visor nocturno y descubrió, entre las sombras, a uno de los “malos” que salía a montar guardia justo en ese momento. Era un objetivo móvil. Juan tuvo cinco segundos para decidir: ocupó tres en preparar el tiro y dos en apretar el gatillo antes de que el blanco cambiara de trayectoria. Aquella vez, Juan acertó a 80 metros de distancia.
Juan nunca ha necesitado más que un disparo para eliminar al enemigo. Cuando piensa en ello, articula una frase que ha pronunciado varias veces en su vida y sus palabras delatan un orgullo cauteloso. “Un disparo, un muerto”, dice Juan.
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Juan Reyes y su esposa Antonia han estado casados por veinticinco años. Durante más de la mitad de ese cuarto de siglo, quince años para ser exactos, Antonia vivió pensando que su esposo era un policía común y corriente. Aunque se conocen desde la adolescencia, Juan tardó todo ese tiempo en revelarle los detalles de su verdadero trabajo. Hay cosas difíciles de decir. Hay que cosas que solo se hacen.
Antonia trabaja en un centro de salud al norte de Quito. En la planta baja de su casa, junto a la sala, hay un mueble que sostiene un televisor de pantalla plana y una vitrina que guarda los reconocimientos que Juan ha obtenido en su carrera policial. Cuando cumplió veinte años de servicio, recibió un pequeño cráneo tocado con una boina negra, que ahora luce su calavera junto a su compañera, una enfermera de porcelana.
En la segunda planta de la casa hay varias representaciones de la Virgen de El Quinche, la mujer en cuyas manos Juan encomienda su vida cada mañana, antes de salir a trabajar. Y hay, también, un bar lleno de botellas cerradas. En total, la construcción debe ocupar aproximadamente unos 80 metros cuadrados, el espacio donde viven Juan, Antonia y sus tres hijos, y que esperan terminar de pagar dentro de quince años.
En el hogar Juan es un hombre más bien doméstico que se distrae lavando platos, trapeando el piso y cocinando su plato favorito: caldo de gallina. Sin embargo, al hablar de sus hijos, menciona sus “encuentros” con ellos. Usa esa palabra, “encuentros”, como si la convivencia con sus hijos fuese obra de la casualidad. Sabe que es un padre ausente o distante, el tipo de padre que asume el silencio como un estado de bienestar: si hubiese una emergencia, piensa, se enteraría enseguida.
Este hombre, que ha visto y combatido adolescentes que lideran pandillas, que ha visto cómo niños pequeños se interponen entre las armas de la ley y el cuerpo de los “malos”, cómo esos mismos niños se abrazan a las piernas de un policía —a sus propias piernas— y dicen, “no le lleves a mi papi”, “no le mates a mi papi”, no sabe si sus hijos hicieron los deberes o no. A veces, es más sencillo ver y definir lo que está lejos. Lo que nos ciega, lo que se nos viene encima, es aquello que está más cerca.
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