Por: Carles Brasó Broggi
Doctor en Historia. Investigador Ramón y Cajal, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Para algunos historiadores, 1989 fue el último año del siglo XX, un siglo que comenzó con la Revolución rusa y que finalizó con la caída del Muro de Berlín, el inicio de las transiciones democráticas en la Europa del Este y la desaparición de la Unión Soviética. Sin embargo, algunos historiadores van más allá e interpretan estos hechos históricos trascendentales como una señal de lo que se denominó el final de la historia. Pensaban que, ante el colapso del bloque soviético y el desenlace de la Guerra Fría, la democracia liberal y el capitalismo se acabarían imponiendo globalmente como el único sistema posible.

Ningún analista hizo la previsión, en cambio, de que treinta años después, el país más poblado del mundo (y la segunda potencia económica global) estaría gobernada por un partido comunista que sumaría más de 90 millones de miembros, siendo el partido con más afiliados del mundo (y quizás de la historia). Nadie duda de que 1989 fue un año clave y un punto de inflexión en la historia contemporánea. Pero no fue el final de la historia.