
Óscar Molina Vargas
Tenía veintidós años. Trabajaba como periodista en el diario más antiguo de la ciudad. Era domingo y yo, que solo me intereso por los deportes cuando se trata de gimnasia rítmica, nado sincronizado y otras delicadezas, tuve que cubrir una carrera; la más representativa del periódico y de la ciudad. La solemnidad en los trotes sobre la línea de partida, las barras de aliento y los aplausos, el olor a bloqueador solar sobre la nuca: toda esa aura de competitividad recalentada bajo el sol me remitía a ese purgatorio que eran las mañanas deportivas en el colegio de varones en el que estudié. Por suerte, a mí me correspondía escribir una crónica del concierto de cierre de la carrera, en el Estadio Olímpico Atahualpa.
Y ahí estaba yo, con mi libreta y mi silencio, pensando en que la única vez que había pisado antes ese estadio fue para un concierto de Shakira. Mi papá y yo no habíamos compartido el rito de sentarnos juntos en las gradas, empanada de morocho y bielita en mano, para cantar y celebrar los goles del equipo que, supongo, debería haber amado desde la infancia y hasta la muerte (blanca). Hubiera sido absurdo que lo hiciéramos porque yo, la verdad, canto y celebro mejor “Ciega, sordomuda”. Quizá hasta la estaba tarareando en mi mente mientras caminaba ese domingo hacia la salida del estadio. Mentira. Esta es la transición más pop que encontré para llegar a la escena que me ha perseguido desde entonces.