
“Empecé a jugar los trece o catorce años. Al principio no lo hacía mucho tiempo, porque no había Internet en mi casa. Solo unas tres o cuatro horas, para matar el aburrimiento. Después, cada vez jugaba más, hasta que llegué a jugar un promedio de diez o doce horas al día, sin levantarme casi ni para ir al baño.
Comencé porque mis padres me restringían las actividades que me gustaban, como las clases de música o el básquet. Un día yo, aburrido, fui a casa de mi primo, que estaba jugando uno que se llama League of Legends. Me gustó”.
Quien habla así es un hombre de veinticinco años, quiteño, clase media, adicto a los videojuegos. Su forma de expresarse, las muletillas que utiliza para explicar su adicción, culpar a otras personas y sobre todo asegurarse de no salir de ella, así como la forma en que plantea su futuro —como el escenario de un videojuego, en el que los mundos se construyen o destruyen con un mágico clic— lo hacen parecer mucho menor. Como un adolescente soñador. O un adulto despistado.