Por Anamaría Correa Crespo
Twitter @anamacorrea75

Desde que tengo uso de mi razón adulta soñé con tener una hija. Estudié Filosofía en la universidad y recuerdo haber intercalado, entre mis asaltos existenciales de preguntas y dudas, una pequeña certeza. Esta consistía en que, si algún día llegaba a tener a mi hija, ella se llamaría Sofía.
Aprendí por esos años que la palabra filosofía se componía etimológicamente de dos palabras: filos (amor) y sophia (sabiduría), y desde ahí quedé prendada del nombre y de su potente significado simbólico para mí. Mi hija no podría llamarse diferente, estaba predestinada a ser Sofía, desde los tiempos inmemoriales de la búsqueda filosófica, o algo así me decía.