Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 465-Febrero 2021.

Cuando era niña vivía en el valle. Tenía un perro. Tenía un árbol. Tenía un diario tipo My Little Diary, con candadito dorado y llave secreta, en el que escribí mis primeros textos. En las noches solía acampar en el patio con mis primos, temíamos al chupacabras y veíamos las estrellas. Ahora mi reencuentro con el campo tiene otros matices. En primer lugar no vivimos en una casa cercada con acabados de madera y lechugas orgánicas. La cosa es mucho más rural. San Juan de la Tola es un pueblito cerca de Píntag. Hay una iglesia. Hay casas de adobe. Hay casas de cemento. Hay muchos perros vagabundos que ladran a toda hora. Hay vacas. Hay moscas. Hay caballos. Hay niños. Hay campesinas. Hay tiendas en las que venden K-Chitos y Coca-Cola.
Lo primero que me sorprendió fue la relación de la gente con la tierra. Llegamos y nos contaron que acá lo primero es aprovechar la tierra, sembrarla. Si tú no siembras en tu casa, te siembra el vecino. La tierra es de quien la cuida, suelen decir. Pero ahora que lo pienso, más bien va por otro lado. El dueño es lo de menos. No importa de quién sea la tierra sino que se esté aprovechando para lo que es, para dar vida. La generosidad de la gente aquí no consiste en compartir “lo suyo” con el otro, parte de asumir que quizás nada es “propio” y, así, también les pertenece a todos.