Uno: los hongos
Lo que me cautivó de los hongos no fueron sus formas psicodélicas ni sus cualidades alucinógenas (jamás he probado hongos, le tengo terror a las drogas), sino su invisibilidad, la discreción con la que han sido parte de todos los procesos importantes de la naturaleza y la evolución, el silencio con que se han mantenido vivos. El micelio, una red subterránea de hongos, conecta a las plantas entre ellas y le sirve a la naturaleza toda como vaso comunicante.
En el libro La red oculta de Merlin Sheldrake, el autor señala que solo la especie humana tiene la noción particular de “individuo”, ya que en la naturaleza los límites entre el yo y el otro (esto se evidencia claramente en el universo de los hongos) son ambiguos. Luego relata un debate entre científicos en el que llegó, con bella lucidez, a una conclusión sencilla: ya no tenía sentido hablar de individuo.
El pensamiento causa un estallido al interior del ego, un disparo al corazón homocéntrico. Pensándolo así, ya no sería “el ser” el digno de estudio y admiración, lo serían las relaciones y las redes, pues son ellas las que hacen posible la vida.
