La Liga de Cognac, que el papa y el rey de Francia habían forjado en 1526 para luchar contra Carlos V, el poderoso rey de España y Alemania en cuyos dominios nunca se ponía el sol, estaba exhausta después de tres años de guerra. Era indispensable un acuerdo. Pero había demasiado encono entre los soberanos. La decisión fue sabia: “que las señoras negocien la paz…”.
La comarca, con un valle verde y plácido a orillas del río Charente, era desde el siglo XII una de las rutas predilectas de los peregrinos cristianos que se dirigían a Galicia para postrarse en Compostela ante la tumba del apóstol Santiago.
Fue tal vez por ese andar incesante de hombres píos (monjes, abades, frailes, clérigos y también legos movidos por la devoción) que los posaderos y taberneros de la región habían elaborado a lo largo de los años unos vinos espléndidos, que después destilaban para convertirlos en un licor cálido, fuerte y aromático, al que los holandeses llamaban ‘vino quemado’, ‘brandewijn’ (palabra de la que derivaría la denominación ‘brandy’). Y ese suntuoso licor local adquirió, para siempre, el nombre de la región: Cognac.
