
Santiago Páez empezó a portar un arma a los once años, cuando descubrió el dolor y la defensa: su padre había muerto. Era el niño llorón, el hipersensible al que todos bullearon, pero mucho cambió a esa edad. “Aprendí a defenderme de la peor manera: empecé a andar armado”.
—¿Estás armado ahora?
—Siempre lo estoy. (Saca una navaja de su bolsillo con la costumbre de un pistolero del Viejo Oeste). No se busca matar a alguien. Mira, esta arma tiene menos de cuatro dedos (dice mientras el metal plateado se posa en su mano). Cuando aprendes a manejar un puñal buscas hacer el daño suficiente para que el otro se lastime, nada más.
—¿Y alguna vez hiciste daño?
—Nunca.