Un solo imperio, de Dublín a Vladivostok
La algarabía del festejo, con bandas de música, estruendo de bocinas, gritos de entusiasmo y carcajadas de felicidad, se oía por todas partes: eran millones de personas que habían empezado la noche anterior una celebración inesperada y jubilosa y que estaban dispuestas a seguir la fiesta hasta caer exhaustas.
Era una alegría exultante, sin excepciones. O casi. O casi, sí, porque en una oficina obscura, poco visible desde la calle, un joven teniente coronel, de 37 años, llamado Vladímir Putin, estaba dedicado a una labor ingrata, que agravaba su tristeza: quemaba documentos y destruía archivos, ante la incertidumbre de lo que vendría.

Era el 10 de noviembre de 1989, y en el ánimo del oficial de la KGB se mezclaba su desconcierto por lo ocurrido la víspera con un enojo que no sabía cómo desahogar. Y es que a la caída del Muro de Berlín, que llevaría a la desintegración de su país, la Unión Soviética, se sumaba su indignación porque en Moscú nadie respondía las llamadas que había hecho todo el día para pedir instrucciones.