
En mi barrio aman las amoladoras, las máquinas cortadoras de césped y las sierras eléctricas. Sábados, a partir de las 7:30, o entre semana, no importa. El romance se consuma entre chirridos, zumbidos mecánicos y olor a hierro quemado.
Aquí gustan los mañaneros, más el ruido metálico que viene del corazón. ¡Qué manera tan extraña de hacer el amor! En vez de la doble hélice de los cuerpos calientes, un corte angular sobre el cemento frío. Puertas negras eléctricas flamantes. La supirrosa podada hasta el palo. Un sonido de avispero potenciado. Una pausa, y va de nuevo, con mayor intensidad porque el jardinero ha llegado al borde del parterre. Ahí, ahí, así, ah, ah. No es mi asunto, solo que escucho.
En el lugar en que vivo no hay suficiente construcción. Se construye sobre lo construido. El edificio de la esquina jamás estará terminado, es una obra-en-construcción permanente. Adentro, en el lobby, habrá imitaciones empobrecidas a manera de decoración. La persona que esperará al lado mío, en ese lobby, escuchará un video a todo volumen, cada dos segundos le llegarán mensajes al celular en burbujas sonoras que ella ignorará, pero yo no.