Han transcurrido poco más de dos décadas y, pese a todo pronóstico, las heridas del genocidio de Ruanda parecen haber cicatrizado. Están, sí, se palpan, también, pero hay señales de que la memoria colectiva ha logrado desanclarse del terror de los cien días más aciagos de su historia. Los incentivos económicos llegados desde Occidente y las políticas del Gobierno han dado un volantazo a la economía, de tradición agrícola, para encauzarla hacia el sector de los servicios y la tecnología.
Por Paulina Gordillo
Eran las ocho de la noche del 6 de abril de 1994. Un misil, salido de Dios sabe dónde, hacía diana en el Dassault Falcon-50 que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali, Ruanda. Detrás del primero, otro proyectil aseguraba el éxito del atentado: no dejar ni rastro de esa docena de vidas que iba a bordo.
El objetivo del ataque tenía un nombre, una nacionalidad y un cargo importante: Juvénal Habyarimana, ruandés, presidente del país. Junto a él iba su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira. Ambos jefes de Estado, ambos de la etnia hutu y ambos portadores de, según como se mirara, buenas noticias.
