Con sus ancas superiores era un diestro. Recibía el dinero y entregaba el cambio silbando.

Sostenía el plato con la izquierda y con la otra manipulaba casi perfectamente la cuchara. Empuñaba el cuchillo como un niño carnicero y, si el caso lo requería, con saña de matarife. Daba la mano y hasta yuca, y lograba vestirse sin dejar de hablar. Incluso, semiatornillando el torso que era su cuerpo entero, lograba limpiarse el culo. En cambio, la distancia de sus ancas con relación a la silla no tenía remedio, pues llegaban a las coderas con las uñas —que sí las tenía— y eso significaba que las ruedas no estaban a su alcance.
Había insomnios en los que se pasaba diseñando mentalmente unos pedales de pecho. O imaginando una silla que caminara con el pensamiento, como la de aquella estatua que era el científico Hawking. A veces, soñaba que, además de sus aretes gitanos y sus piercings, tenía un tórax de Rocky auténtico, con un tatuaje a colores del águila imperial y una silla con doble escape, cinco velocidades, parabrisas tornasolado y un motor Harley-Davidson. Y se veía conduciendo a mil la hora en la proa de una banda de parapléjicos igualmente tatuados y motorizados. O, simplemente, soñaba que amanecía con un par de brazos normales, con músculos de piedra y empuñando una bazuca, todo un Rambo.