El Galileo había muerto en una cruz (y, según decían sus seguidores, había resucitado al tercer día), sus apóstoles habían sido desbandados y perseguidos y sus enseñanzas habían sido proscritas, a pesar de lo cual el cristianismo se extendía sin pausa por el Imperio Romano, en medio de la clandestinidad y el peligro, celebrando sus ritos en la obscuridad de las catacumbas y difundiendo sus principios persona a persona, a media voz.
Era urgente detener ese contagio. Y en el año 284, cuando Diocleciano fue proclamado emperador por sus legiones, que lo admiraban y lo veneraban, la decisión final fue tomada: esa doctrina “prava et inmódica”, “malvada y desenfrenada”, sería erradicada del todo y para siempre.
Diocleciano, en efecto, se dedicó a eliminar una por una las amenazas contra la magnificencia del Imperio y contra el poder de su trono. Enfrentó a los sármatas y a los alamanes y desplegó sus legiones desde el Danubio hasta Egipto. Todas las fronteras fueron aseguradas, incluso la que separaba a los romanos de sus enemigos habituales, los persas sasánidas.