Por Francisco Febres Cordero
Hay un señor que, en la Plaza Arenas, elabora agua de acero para curar los nervios y aliviar males cardíacos. Existe una heladería que hace helados de cebolla, fréjol, alverjas, arroz, mellocos, quinua, ají y, el sabor estrella: cuy. En el Mercado Mayorista, se realiza una carrera nacional de tricicleros, mientras en el parque La Isla o en la Kennedy, se juega polo en bicicleta. Hay un bar donde se rinde culto a Los Beatles, con discos, fotos, figuras, instrumentos, afiches, cocteles y comidas con nombre Beatle. El Puñal es una cantina repleta de sufrimientos, donde se va a tomar y a brindar por los malos amores. Hay un club donde el número central es el sexo en vivo ante la vista e (im)paciencia de los clientes. El Magic Sex es un medicamento barato que eleva la autoestima y retrasa la eyaculación. Los payasos, los de carpa igual que los de bus o los de esquina, tienen su propio zapatero. Un músico callejero, de 83 años, canta tangos y ha compuesto uno sobre el Centro Histórico.
Con eso y un larguísimo etcétera de excentricidades y rarezas que abarcan… páginas, es como si, de pronto, esta ciudad hierática se desperezara y cobrara movimiento, vida. El Quito que creemos conocer se vuelve, en este libro, otro. Un Quito que se abre para revelarnos sus secretos más recónditos, aquellos que permanecen ocultos, envueltos en la niebla de la pudibundez, escamoteados por el protocolo de la noche y de las buenas costumbres.
No está aquí el Quito yacente. Está el Quito subyacente, aquel que va creciendo, respirando al vaivén de la imaginación, del ingenio, de la necesidad. El Quito que no se promociona porque, “¡tatay!”, puede afear su imagen, asustar a los moradores, espantar a los turistas.