
Quito es una ciudad que ha crecido larga y angosta, como una serpiente recostada a las faldas de un volcán. El volcán es un macizo enorme, imponente, visible de norte a sur, desde todos los ángulos. Es protagonista-testigo de la vida nacional.
Ese Pichincha está ahí y es odiado y amado por sus habitantes. Ha sido fuente de inspiración de sus artistas —pintura, escultura, novelas, poesía, fotografía lo retratan— y parte de la construcción de la ciudadanía, de las nociones de “patria” y de su configuración nacional: “Los primeros los hijos del suelo/ que, soberbio, el Pichincha decora/ te aclamaron por siempre señora/ y vertieron su sangre por ti”.
“Somos habitantes de un volcán. Una extraordinaria y compleja geografía abraza nuestra vida cotidiana”, dice Lucía Durán, investigadora y curadora de la exposición Que el Pichincha decora: memoria, geografía y afectos, una muestra que reunió la obra de cuarenta artistas y veinticinco fondos documentales y colecciones, que permaneció tres meses en el Centro Cultural Metropolitano y el Museo Alberto Mena Caamaño.