Ana Cristina Franco

Tenía siete años y estaba enamorada. Mientras mi mamá preparaba la merienda, yo me sentaba en el mesón de la cocina y no paraba de hablarle del niño que me gustaba. A esa edad, tan corta pero que en ese momento era toda mi vida, fantaseaba (y a veces lloraba) con la idea del amor. Y no, mi mamá no me leía cuentos de princesas, pero le fascinaba contarme cómo fue el día en el que vio por primera vez a mi papá o cómo se conocieron mis abuelos. No sé si fue eso o la sobrecarga de telenovelas mexicanas, pero lo cierto es que crecí con una idea romantizada del amor. Me llamaban “exagerada” o “dramática”. No entendían por qué quería enamorarme. Era como si no tuviera derecho. Luego me di cuenta de que para las mujeres amar era de cierta forma una prohibición, un atrevimiento. Las mujeres nacimos para ser amadas, no para amar. Para ser rescatadas, no para lanzarnos al abismo. En las historias románticas que había leído hasta entonces los protagonistas siempre eran hombres: el joven Werther, Dorian Gray, Romeo y Julieta (no Julieta y Romeo). En esto del amor el hombre siempre había tenido el rol del héroe (Orfeo buscando a Eurídice) y la mujer de musa inalcanzable, fantasmagórica y lejana. Pero yo quería ser la heroína. Quería buscar a mi amado en el mundo de los muertos.
[rml_read_more]
En mis veintes pensaba que el amor era un invento del capitalismo. Que al sistema le interesa vernos en pareja porque así nos puede vender más. Me jacté de despreciar el matrimonio y al mismo tiempo confieso que deseaba (con culpa) casarme. Y en efecto, la Susanita que llevo en el hombro derecho le ganó a la Mafalda, y me casé. ¿Por hipócrita e incoherente? Tal vez porque en el fondo el amor no es un invento del capitalismo, sino del Romanticismo. Parece que antes de que el joven Werther se suicidara por Margarita, el matrimonio era simplemente un acuerdo: dos personas que se juntan por razones pragmáticas. ¿No tiene pleno sentido?, pensaba cuando era soltera, al menos así nadie se queda solo. No, mentira. Ya, hablando en serio: mucho se escucha eso de que en el matrimonio “es muy fácil caer en la comodidad”. Pero el otro día, a las doce de la noche, nos veía al Mario y a mí en pijama, viendo Netflix, despeinados, y entonces pensé, esto es comodidad, cuánto trabajo nos tocó llegar aquí, a este temido “lugar de confort”. ¿Por qué abandonarlo? Después de haber visto Marriage Story, reafirmé que el amor no es una película de Julia Roberts (a menos que sea Closer), tampoco esas palabras que te dicen cuando te casas, esfuerzo, constancia, compromiso… Sino que precisamente está en el misterio de lo cotidiano. En el zapato que ella le amarra a él después de estar divorciados. A pesar del divorcio (el fin oficial de la relación), el amor persiste en las acciones cotidianas, precisamente en eso que nos han hecho creer que no es sexi, que no es cool, que no está para la foto, persiste en lo doméstico, en la famosa y temida comodidad.