EDICIÓN 485

Gran parte de los libros que leemos a lo largo de la vida son traducciones. Y lo hacemos sin apenas cuestionarnos si la voz que “escuchamos” al pasar las páginas es la del autor o de quien se ha embarcado en la titánica tarea de “ensanchar las fronteras de la lengua”, como decía el célebre filósofo y traductor Walter Benjamin.
Pocas veces nos preguntamos si la oscuridad o la pesadez de ese libro que decidimos dejar a medias se debió a la obra en sí o a una traducción mediocre; o si, por contra, el brillo del autor fue bruñido por la pericia de un buen traductor, ese fantasma en el libro —como lo llama el español Javier Calvo— que para desaparecer de la página tiene que llenarla. ¿Pero qué es, entonces, la traducción literaria?