El 26 de septiembre de 1983 el planeta Tierra pudo haber sido presa del holocausto nuclear.
Muy pocos conocen al hombre que lo impidió: un coronel ruso.

Fue reconocido, tímidamente, por su acto, pero murió tal como vivió: casi en el anonimato. La decisión que tomó, la noche del 26 de septiembre de 1983, salvó al mundo del cataclismo nuclear en momentos en los que la desaparecida Unión Soviética, su país —desintegrado pocos años después, en 1991—, disputaba la hegemonía global con Estados Unidos. Era uno de los cismas de la denominada Guerra Fría, que enfrentaba al bloque occidental, pro libre mercado y derechos individuales, con el socialismo del Este con economías planificadas, reconocimiento de derechos colectivos en medio de regímenes autoritarios.
Si Stanislav Petrov, un coronel ruso, no tomaba esa decisión, decenas de misiles con ojivas nucleares (solo en el primer ataque) iban a cruzar los cielos de Europa, el océano Atlántico e impactar en la Costa Este de la unión americana. De inmediato, desde el país atacado, una reacción similar o más furibunda debía golpear a las principales ciudades soviéticas. Millones habrían perecido instantáneamente. Otros lo habrían hecho en muy corto tiempo, desahuciados por la enorme cantidad de radiación que iban a absorber sus cuerpos.