Por Salvador Izquierdo
La vi cuando se estrenó, en una pequeña sala de cine independiente sobre Main St. en Vancouver, Canadá. Nunca he tenido empacho en abandonar las experiencias artísticas que no me satisfacen o de las que ya tuve suficiente (dejar libros, salirme de conciertos…), y estuve a punto de hacer esto tras la primera escena y media de esta película de Paolo Sorrentino: la de un grupo de turistas japoneses visitando la ciudad eterna (uno saca su cámara para tomar una foto, se desploma y muere); y la de la fiesta de cumpleaños 65 de Jep Gambardella, el protagonista del filme. Todo me parecía tan vacío, tan pretencioso, tan poco interesante. Pero no me salí. Y fue la decisión correcta. Terminé fascinado, extasiado ante una experiencia musical, irrepetible (la versión teatral incluía algunas escenas que ya no aparecen en la versión que circula ahora en plataformas de streaming).
Lo que me disgustó, en un inicio, fue lo gratuito de todo. Hasta ahora no me explico mucho o no me interesa tanto la escena inicial de los turistas japoneses (nunca se retoma el hilo del muerto); en cambio, la de la fiesta se vuelve crucial para pensar esta película y todo lo que ofrece.