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Peggy Guggenheim, de colección

por Diego Pérez Ordoñez

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Marguerite Peggy Guggenheim (1898-1979). Fotografía:Flickr.com.

Graham Greene tenía una particular teoría sobre el vicio del coleccionismo. Sostenía que, para el coleccionista, el valor de su propia colección solamente podría ser superado por una cosa: el viaje que produce la adrenalina de la pesquisa. La adrenalina de buscar entre los estantes y depósitos de un librero de viejo, de negociar el precio de un mueble arrumado en el almacén de un anticuario, la emoción de tasar y analizar una pintura buscada por años y por fin encontrada.

Peggy Guggenheim (1898-1979) conocía de memoria ese viaje. Durante su ajetreada vida —que incluyó las dimensiones de coleccionista, mecenas, galerista y excéntrica— se propuso (y lo logró) comprar una obra de arte al día, se empeñó en empujar la carrera de, por lo menos, Djuna Barnes, Jean Cocteau, Jackson Pollock o Vasili Kandinsky, y convertir su palazzo veneciano en un museo de referencia. Peggy Guggenheim se erigió a sí misma en personaje estrafalario, fue testigo de su siglo, construyó un mito a su alrededor y, por si lo anterior fuera poco, empujó con decisión la historia de las artes.

Retoño rebelde de la saga empresarial de los Guggenheim, Peggy redefinió los estándares del coleccionismo: para empezar sostenía que sus colecciones le exigían esfuerzos de tiempo completo, dedicación absoluta y pasiones intensas. Para no dejar cabos sueltos se autodefinía no como una simple coleccionista, sino más bien como un museo en sí mismo. En efecto, con el tiempo, ella misma se convirtió en una leyenda en vida, rodeada de mitos y verdades dudosas.

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