Por Alberto Fuguet
Dicen que ningún niño confiesa que, de grande, desea ser crítico de cine. ¿Será así? Quizás en los años cincuenta, ¿pero hoy…? Esta sentencia la dijo o dicen que la dijo François Truffaut a modo de chiste. Los niños tienden a responder con fantasías de bombero o policía o médico o, aunque ya parece algo pasado de moda, astronauta; nunca crítico. La supuesta broma/leyenda de Truffaut surge, creo, para tirarle un poco de veneno a los críticos que —a veces y con razón— bombardearon sus cintas más débiles. A diferencia de la mayor parte de los cineastas, Truffaut sí fue un crítico (uno de los grandes) y entendía que era más honesto y acaso divertido herirlos y molestarlos con una broma así que lanzando la típica de que los críticos son seres dañados que supuran frustración al no poder dirigir, por lo que terminan destrozando aquello que no pueden hacer. O, lo que es peor, intentando arreglar lo que ellos hubieran hecho mejor de haberlos consultado en primer lugar.
El director de El niño salvaje tenía claro que un chico lastimado y lleno de abandono, un niño que se siente huérfano aunque tenga a sus padres presentes, tenía futuro. Alguien digamos como Norman Babcock, el protagonista y alma de la cinta ParaNorman. Que un cinéfilo recalcitrante y compulsivo que se refugia en el cine (o un crítico tan lúcido como sarcástico e incluso belicoso) perfectamente puede transformarse un día en un director. No era intuición, era experiencia personal. ParaNorman quizás le hubiera gustado a Truffaut: mal que mal, buena parte de su obra se centró en personajes algo desvalidos o levemente al margen, con muchos niños y jóvenes al centro de sus narraciones. Lo otro que Truffaut tenía más que procesado es que, si ese supuesto cinéfilo o crítico acarreaba algo de frustración, eso tampoco era tema: la frustración, como la venganza (“hagamos cine mejor que el de nuestros padres y enemigos” fue la consigna de la Nueva Ola), es capaz de gatillar los jugos creativos tanto como la obsesión más inquebrantable.