Edición 460 – septiembre 2020.
El tiempo estaba terminándose: era principios de septiembre y, con más rapidez de lo que ellos esperaban, el clima cambiaba: los días se hacían más cortos, las temperaturas bajaban, los árboles iban perdiendo las hojas y el cielo se volvía desapacible y gris. Sí, el otoño estaba cada vez más cerca. Misha y Sergéi sabían que, si querían tener alguna posibilidad de éxito, tenían que aprovechar los pocos días que quedaban del verano. Después, atravesar a pie trescientos o más kilómetros de tundra helada hasta encontrar algún pueblo al que llegara el ferrocarril sería imposible: el frío, empujado por el viento polar, los mataría. Tenían que apresurarse.
En esa región, Kolimá, en el extremo nororiental de Siberia, los ríos están congelados ocho o nueve meses al año y no son infrecuentes las temperaturas de cuarenta grados bajo cero. Misha y Sergéi, acusados de “actividades contrarrevolucionarias”, habían sido encerrados en un campo de trabajo al que habían llegado tras un trayecto de ochenta y cuatro días, en el que habían atravesado en tren gran parte de la Unión Soviética hasta llegar a Vladivostok, donde los subieron en un barco para cruzar el mar de Ojotsk, hacia el puerto de Magadán. Eso había ocurrido en 1935.