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Otra música

por admin

Parecería que siempre ha sido así, que siempre han existido tantos festivales musicales como ahora, que los carteles de esos festivales siempre han estado llenos con los nombres de bandas locales, que los músicos ecuatorianos siempre han arrastrado tanta gente a sus conciertos. ¿Qué está pasando? Esta es la versión de un fan.

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Por Martín González Sánchez

 Fotografías: J.P. Viteri y E. Velásquez

Siento que no encajo. La música sale de dos carpas de circo que están levantadas sobre un descampado de césped, se mezcla con el calor del aire y forma una masa espesa, envolvente. Parece la fantasía de alguien más. El lugar se va poblando poco a poco de adolescentes en ropa veraniega, nice. En medio estoy yo, de pie, intentando digerir la bulla y los colores. Me creía un bacán por llevar puesto un BVD para lucir mi bronceado y las alas que tengo tatuadas en la espalda, pero se me cruzaron cuatro tipos que se ven iguales que yo. Trago cemento y me doy cuenta de que no soy tan especial como pensaba, yo que, en mi cabeza, era el más rudo entre todos estos niños bonitos. Me parezco más de lo que creía a todos ellos, quizás también me veo como un aniñado. Cuando yo estaba en el colegio estos pelados recién entraban a la escuela y estaban lejos de este mundo. Pero aquí están, adueñándose de él, del espacio en que yo me sentía bacán porque era diferente y exclusivo para gente alternativa, gente que cachaba otra música. Me duele el ego.

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La primera vez que fui a un concierto de música alternativa tenía doce años o menos. Una tarima pequeña se levantaba en medio de la Plaza del Teatro, coronada por lo que parecía una sábana grande pintada a mano en la que se leía: Rockmiñahui. En mi memoria, más que la música, resuena el susto que sentí cuando mi primo grande olisqueó el aire y me dijo: “¿Hueles eso? Ahí están fumando un porro”. Ni siquiera me acuerdo del aroma, pero esos dos momentos se cruzan en mi cabeza y me transportan a un lugar sórdido, de gente ruda y desgarbada, adrenalina, música para reventar los tímpanos. De vuelta en el presente todo es amarillo y violeta. Veo un tríptico inmenso en medio del césped con un “horario de bandas” para dos escenarios que se llaman Las Flores y Las Abejas; ¡una rueda moscovita da vueltas en el aire!

En el fondo ya toca la primera banda. Se llama Vectores y vino desde Chile. Nunca había escuchado de ellos, pero ahora me entero de que son tres tipos de mi edad, vestidos con jeans pegados y camisas de flores, que tocan un rock agringado que no me llama la atención. Los adolescentes se acercan cautelosos al inicio, pero pronto están todos cabeceando, plantados dentro de la carpa. Viéndolos, me acuerdo de lo divertido que es descubrir una banda nueva. Hasta los envidio. Sé lo que se siente. Me pasó en el Quitofest 2011, cuando tenía quince años. Me atreví a ir solo a ese ambiente denso en el que la gente inflaba condones y los lanzaba como globos durante los shows, en el que había humo mezclado con sudor en la atmósfera y todos se veían más desgarbados, más curtidos. Tal vez todo tenía que ver con mi edad, con que entonces el más pequeño era yo. Aquella vez, mientras el sol se ponía por detrás del Pichincha, apareció Guardarraya. Ya me habían hablado antes de esa banda, pero escucharla en vivo fue el clímax de toda la experiencia. Me hice fanático al instante de la mística que salía de sus guitarras electroacústicas y del aura descomplicada que emanaban, abstraídos del público, haciendo sentir que la música que tocaban era solo para ellos. Cuando se despedían sus mágicas, electroacústicas ganas de joder ya se habían impregnado en todos. Toco el césped sobre el que estoy sentado y me despabilo. Vectores termina su set en el fondo y respiro porque sé que ya falta menos para que toque Guardarraya.

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