
Fue hace once años. Yo estaba sentada en la banca de un parque, sola. Algunas palomas volaban por un cielo quiteño luminoso. Pensé en algo, ya no me acuerdo en qué. Lo que sí recuerdo es que quise escribirlo. Entendí que solo a mí me importaba, que ese algo funcionaba mejor en letras escritas que en palabras habladas. Entonces supe, en ese instante como un rayo cálido, que quería escribir. Que escribiría.
Escribir sobre escribir es un tema inagotable entre las personas que escriben. Amamos ese pequeño metalenguaje, la serpiente que se muerde la cola, el texto escribiéndose a sí mismo.
Yo escribo porque tengo mala memoria. Porque leo y veo películas, veo pájaros o nubes o fantasmas, y no quiero olvidarlos. Entonces anoto en un papel. A veces me siento como un espíritu o como media mujer. Un cuerpo que se persigue a sí mismo a través del tiempo, que busca sus pasos como si no hubiera sido él quien ha experimentado la vida en su carne. Como en Memento, esa película de un amnésico que se escribe pistas en la piel para no olvidar quién es, qué hace, dónde va.