
Se lo llamaba así, Nachito, con la nostalgia dulzona que despierta un joven y antiguo difunto de la familia. Aunque su caso era, más bien, el del primo que había emigrado de muchacho y que jamás había vuelto ni de visita. De allí que el Nachito que conocía era el de las fotos amarillentas de un niño con aire de querubín, arpegiando o posando como peluche junto a un arpa. Siempre, el Nachito con un arpa, como en un matrimonio perpetuo.
Hay una foto polaroid un tanto desteñida en la que se lo ve, ya de joven adulto aunque no crecido, detrás del arpa y con una expresión tan desolada, que las cuerdas parecen las rejas de su celda. Y así, con esa expresión de convicto o convaleciente, lo conocí en la fiesta de la tribu dedicada a su visita, la primera en veinte años.
Aparte de tocar diestramente un arpa espléndida y tan enorme que parecía el casco del Titanic, y de cantar con una fina voz de pingullo, se dedicó al deporte familiar, que es una mezcla de canto y bebida. En una de aquellas farras, el Nachito y yo fuimos los sobrevivientes.