Se podría escribir un cuento sobre una maestra de literatura que, tras más de treinta años dando clases, decide jubilarse un buen día. De pronto este es el prólogo de ese cuento, escrito por el hijo de la maestra.
Son exestudiantes suyos que acercan a preguntarme si soy hijo de La Gabriela. Asiento con la cabeza. Si no estamos con prisa, la mayoría se toma un tiempo para contarme por qué la quieren tanto.
No es sorpresa, porque conozco el trabajo de mi mamá. Lo he visto también en sus evaluaciones semestrales, que ella nos ha compartido llorosa. Le dicen que “cambió su vida” y que “les enseñó a amar la literatura”. Uno de sus alumnos, al ver una foto en la que aparezco con ella y que subí a redes sociales, comentó: “Después de su clase nunca paré de leer. Esa costumbre me ayudó en momentos muy difíciles de mi vida.”
