El Estado Islámico se ensañó con los yazidíes hasta extremos que causan horror.

La conclusión fue terminante y, en consecuencia, inapelable: los yazidíes —un pueblo antiguo y pacífico, autárquico y endogámico, pobrísimo, que profesa una religión monoteísta propia y de tradiciones ancestrales únicas— son “kuffar”, es decir no creyentes, porque carecen de un libro sagrado como son la Biblia de los judíos y los cristianos o el Corán de los musulmanes. Y por no ser creyentes, sino infieles dedicados a ritos diabólicos, deben ser exterminados. Y en agosto de 2014, los combatientes del Estado Islámico, acogiendo la conclusión rotunda de su Departamento de Investigación y Fetuas (o “fatwas”, en árabe), entraron a sangre y fuego en la región de Sinyar, en el extremo noroccidental de Iraq, y perpetraron un genocidio de una brutalidad aterradora.
A los hombres los mataron sin trámite ni demora y a los niños los incorporaron a las milicias en labores de apoyo. El ensañamiento mayor fue con las mujeres: fueron convertidas en esclavas y, citando “un aspecto firmemente establecido por la ley islámica”, los clérigos del califato proclamado en Mosul por Abu Bakr al-Bagdadi, el líder del Estado Islámico, determinaron que “está permitido comprar, vender o regalar a las prisioneras, porque no son más que una propiedad…”. Y, por supuesto, también está permitido violarlas, porque “disfrutar de una esclava no es pecado”.