
Luna tenía veinte años cuando conoció Lima o, más bien dicho, cuando por primera vez la olfateó y le pareció que hedía a agua empozada y sangre (años más tarde, con estupor, encontraría ese mismo tufo en las páginas de Conversación en la catedral).
El avión de Air France aterrizó a las siete de la noche de un viernes de mayo. Casi una hora le llevó pasar migración y aduana, antes de aparecer en el hall de llegada que era un espacio cercado de vallas como una frontera, donde los pasajeros desaparecían englutidos por abrazos y llantos, propuestas de taxis, cartelillos anunciando hoteles y nombres de viajeros.
En medio de ese caos, sus ojos celestes buscaron hasta hallar el cartelito manuscrito con su nombre. Hacia allá se encaminó empujando un coche con sus dos maletas. Un trío de comegatos sonreídos se las cargaron al hombro y presurosos se encaminaron, seguidos por ella, fuera del aeropuerto. En una fangosa calle aledaña les esperaba un auto con pinta de yate recuperado de aguas submarinas.