Texto y fotos por Pete Oxford y Reneé Bish ///
Antes habíamos visitado India una docena de veces. Supe que habíamos regresado cuando, después de aterrizar, me encontré en medio de un mar de mujeres ataviadas con vestidos multicolores, todas discípulas del dios Shiva. El sacerdote me invitó a pasar adelante en medio de su sermón para que diera una charla improvisada (como la congregación me aplaudió luego de la alocución, pensé que eso solo me podía haber ocurrido en India). Me apenó darme cuenta del tiempo que había transcurrido desde mi última visita. Esta, sin embargo, sería diferente…
Conocidos como las Siete Hermanas, los siete estados del nordeste de India son tal vez los menos visitados del subcontinente. Además del estrecho corredor político (que en su parte más angosta llega a los veintiún kilómetros) que los conecta con India y con los indios, en realidad, no son India. Fue célebre la declaración de un joven funcionario administrativo indio, que hace muchos años vivió en uno de los estados hermanos, Chandrasekhar Balagopal, Manipur: “En un día claro se puede ver India”. La gente es más asiática, más parecida a los birmanos, nepaleses, chinos y tibetanos, con quienes las tribus indígenas comparten fronteras y los ojos rasgados.
Nuestra meta era visitar y fotografiar tres principales puntos de interés: los puentes vivientes de Meghalaya, las tribus Naga de Nagalandia y la tribu Apa Tani de Arunachal Pradesh. Se trataba de un viaje con temática humana porque, además de los asameses, en los restantes estados hermanos, según sus costumbres asiáticas, se come todo —aves, ratas, ardillas, perros e insectos, por solo nombrar unas pocas exquisiteces del menú—. No vimos vida silvestre, solo gente con rifles, arcos, trampas para peces, ratas y aves.
