La primera vez lloré porque había que llorar. Porque mi mamá, mis amigas, mis primas y tías dijeron que “el primer amor te marca” y “había que llorarlo”. Teníamos quince años. Éramos zanahorios. No nos drogábamos ni tomábamos en los parques como se usaba en la época. Nuestro plan era caminar por la ciudad, meternos a lugares extraños y tomar café reuniendo monedas en lugares serios en los que nos sentíamos niños disfrazados de adultos.
Por aquella época yo abandoné el colegio y me dediqué a hacer miles de cursos: literatura, fotografía, acuarela, francés. Una noche, mi novio me llamó al teléfono fijo y me dijo, con justa razón, que, si no les daba más tiempo a nuestros recorridos y cartas, sería mejor terminar. Sin reparos y haciéndome la dura, le dije que bueno, que termináramos.
Un poco (o mucho) porque quería experimentar lo que era “terminar una relación”. Cuando colgué el teléfono pensé que ese era el momento en el que, se suponía, había que llorar, y como siguiendo un manual de instrucciones derramé unas cuantas lágrimas para poder contarlo.
