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Las almas sin hogar deambulan por Los Ángeles.

por Leisa Sánchez

Por Ivonne Guzmán.

Edición 436 – septiembre 2018.

 

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Los Ángeles es una de las dos ciudades estadounidenses, junto con Nueva York, que concentra una mayor cantidad de población homeless. El fenómeno no es nuevo, pero se agudizó en los últimos años. No hay una solución sencilla ni unidereccional a este problema, que tanto esfuerzos gubernamentales como públicos no han logrado tener bajo control.

“¡Mi nombre es Kelly. Ahora, ya saben: mi nombre es Kelly. Soy homeless desde hace trece años, y es por eso que he perdido el color de mi pelo, el color de mi pelo!”. Casi todos los ocupantes se cambian de vagón de metro en la Línea Roja, que está esperando sus diez minutos reglamentarios para salir de la estación de North Hollywood rumbo a Union Station. No quieren escuchar los gritos roncos de Kelly; tampoco quieren ver su pelo desteñido y enmarañado, sus pies descalzos y ennegrecidos, su cara hinchada, su ropa sucia.

La mala noticia para los que optan por cambiarse de vagón es que, aunque pasen de Kelly, difícilmente podrán abstraerse de los más de 53 mil homeless que se desplazan por Los Ángeles (L. A.) actualmente; reunidos sobrepasarían la capacidad a tope del Estadio Monumental Isidro Romero de Guayaquil. Junto con Nueva York (76 mil), en L. A. es donde más gente sin domicilio fijo vive en todo Estados Unidos, cuya población homeless era de 553 742 personas hasta 2017.

Aunque caminando por Los Ángeles, a ratos, parece que ese medio millón estuviera concentrado ahí. Su presencia es abrumadora. A no ser que uno no salga nunca de zonas como Beverly Hills o Westwood, donde la beautiful people vive, estudia, trabaja, hace compras, lejos de todo. Bastará con una visita a alguno de los teatros de Hollywood o a uno de los museos ubicados en el centro —el Broad, el Moca, el Main— o a los vecinos Music Center, a ver ópera, y Walt Disney Concert Hall, a escuchar dirigir a Dudamel, para estrellarse con esta otra realidad. Porque están ahí; han estado ahí por mucho tiempo. A Kelly, esos trece años que lleva sin tener dónde vivir deben parecerle una vida entera.

Un problema antiguo

En 1891 la Pacific Gospel Union, hoy transformada en Union Rescue Mission (URM), ya atendía a gente que no tenía qué comer, dónde dormir ni dinero para pagar por atención médica; algunos de ellos, obreros de paso que llegaban a la ciudad a trabajar por temporadas. No es difícil imaginar cómo se verían algunas áreas del Downtown angelino en 1893 con decenas de tiendas de campaña desparramadas entre los solares. No es difícil de imaginar porque hoy, en su versión actualizada, esas carpas siguen estando ahí.

Una visita a los archivos de Los Angeles Times refresca la memoria más cercana. Ahí está la noticia de aquella vez que en junio de 1947 Linda Henderson, de siete años, apareció en las páginas del periódico porque llevaba días durmiendo junto a su perro, en un auto estacionado en la calle; esa era la nueva casa en la que vivía con su madre, que algunas noches la dejaba sola. O el recuento minucioso del campamento que la alcaldía levantó y administró entre junio y septiembre de 1987, luego de que la Policía hiciera un desalojo masivo en Skid Row. En él, los niños recibían atención médica, clases, y sus padres, apoyo para encontrar trabajo, además de tres comidas diarias. Pero esta iniciativa no tuvo gran incidencia. Los activistas proderechos de los homeless entonces señalaron uno de los puntos críticos del problema: “La ciudad necesita acceso a vivienda barata y no campamentos para homeless”.

Los costos de vivienda en L. A., de alquiler o compra, siguen siendo prohibitivos para alguien pobre. Incluso en una zona cén-trica pero deprimida el alquiler de un departamento de una sola habitación cuesta 1 200 dólares, y para comprar una casa promedio hay que disponer de unos 590 mil dólares; un pobre en esa ciudad si acaso alcanza a tener un ingreso de doce mil dólares anuales. Skid Row ya no se da abasto, y la gente sin domicilio fijo ha empezado a desperdigarse por el Gran Los Ángeles. Sin embargo, la población homeless sigue concentrándose dos cuadras a la redonda de Los Angeles Mission (LAM), en pleno Downtown. Pequeños campamentos se levantan sobre las veredas, impidiendo el tránsito peatonal, dibujando un paisaje que parece calcado de la peor versión del Tercer Mundo. Basura regada, charcos de agua empozada, fundas y papeles que vuelan con el viento, gente inconsciente tirada en la calle, harapienta y delirante, hablando sola, a gritos. O pasiva, con la mirada perdida, asomada a la puerta de su carpa, arrimada a una pared; sin decir, tal vez sin esperar, nada.

Skid Row, que es el nombre genérico en inglés de lo que en español se conoce como villa miseria (Argentina) o en portugués como favela (Brasil), y que en L. A. no solo es sinónimo de pobreza sino de perdición también, a veces parece un parque temático de la distopía, que ofrece una experiencia humana extrema, que fluctúa entre el miedo, la compasión y el desconsuelo para quien lo mira en calidad de visitante.

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