La presión y el discurso sobre la lactancia materna exclusiva pueden resultar perversos para muchas mujeres. Para mí lo fue y para otras también, aunque no hablemos de ello.
Como a tantas otras madres primerizas, la gente me llenó de comentarios y sugerencias desde el primer día de mi embarazo. Los consejos decían desde qué debía comer hasta cómo vestir a mi bebé cuando naciera. Pero lo que más opiniones sumaba era el asunto de mi lactancia. “¿Le vas a dar pecho?”, “¿te estás preparando los pezones?”, “ojalá tengas leche”, “tienes que darle de lactar”. En un inicio este tipo de advertencias no me molestaban. Estaba segura de que quería dar el pecho y me preparé para eso. Fui a clases prenatales, vi videos, leí muchísimo en internet sobre el agarre adecuado del bebé, la subida de la leche, el calostro. ¡Estaba lista!
Cuando nació mi bebé la enfermera me mostró cómo sostener mi teta y en ese momento funcionó. Mi hija tomó y me felicitaron. Pero al cabo de una hora volvió a llorar con hambre. Fue entonces cuando comencé a dudar de mí, de mi leche, de mi capacidad para dar pecho. No podía dormir por la preocupación. Me dio migraña y tuvimos que mandar a la bebé a neonatología para que yo pudiera descansar. Le dieron biberón con fórmula y durmió. A mí me pusieron analgésicos fuertes y también me dormí. Al día siguiente, mi hija y yo estábamos mucho mejor.
