
Hace diez años escribí un reportaje sobre la Orquesta Sinfónica Juvenil del Guasmo, formada por alumnos del Centro de Expresión Musical (CEM) de la Fundación Huancavilca, un proyecto educativo anclado en aquel barrio popular de Guayaquil. Allí estaban Kerly, que a los once años tocaba el contrabajo; las cuatro hermanas Salazar, que tenían desde seis hasta veinte, cuyos instrumentos eran trompetas y trombones. Y estaba Eduardo, que acababa de cumplir dieciséis años, y era clarinetista.
El propósito de esta crónica es saber qué fue de ellas, de él. ¿Siguen haciendo música? ¿Qué huella dejó la formación de instrumentistas académicos en esos pequeños que hoy son jóvenes adultos?
A Kerly la encontré enseguida, va a cumplir veintidós, dejó de tocar hace tres años para concentrarse en sus estudios de Veterinaria, pero en la biografía de su Facebook pone todavía: contrabajista. La mayor de las Salazar, Marjorie, hace mucho que no toca el trombón, es mamá de cuatro y ha pasado muy ocupada, pero a los treinta años ha retomado sus estudios en Administración; me cuenta que todas sus hermanas están en la universidad, y que también dejaron de tocar.