Por Anamaría Correa.
Ilustración: María José Mesías.
Edición 464-Enero 2021.
No era una infancia común. La tradicional “infancia feliz”, carente de preocupaciones y angustias propias de la adultez, había sido reemplazada por unos años inciertos y teñidos de un gris oscuro por la tristeza circundante. No era para menos, el padre de su gran familia estaba gravemente enfermo y se luchaba —médicos, paciente y familia— contrarreloj para evitar lo inevitable. Eso, la niña lo intuía, pero no lo sabía con certeza. Tenía solo ocho o nueve años, y sus padres habían decidido hacer un intento ambicioso por mantener su inocencia intocada, tratando de resguardar la despreocupación de esos años sin mancharla con las noticias aciagas. ¡Claro, como si eso fuera posible!
