Por Ana Cristina Franco
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta
Edición 462-Noviembre 2020
Después de ver el documental de Chavela Vargas, dije en voz alta: qué ganas de sufrir por amor. Solo para tomar con más ganas ese tequila, para merecerme otra ronda. No sabes lo que pides, me diría cualquier amante herido. Y tendría razón. Pero a mis 34 años casi he olvidado los dolores de amor; ya no recuerdo lo que se siente despertar sin el ser amado, pero con un escalofrío en las piernas o un vacío en el estómago. Años atrás, sin embargo, sí que lo supe, es más, me volví experta en abandonos. Ahora que puedo ver el pasado con cabeza fría, sé que desperdicié diez años de mi vida sufriendo por amor. La veintena es la edad del desperdicio, de tenerlo todo para rechazarlo de forma soberbia, llorando por algún idiota.
También rompí corazones, obvio. Rechacé a fulano para estar con mengano y, por supuesto, mengano me rechazó a mí no precisamente para estar con mengana, sino porque “estoy confundido”, “necesito tiempo para mí”, “soy un alma libre, un ermitaño”, es decir, por mengana (o mengano). Y así es como, en vez de leer En busca del tiempo perdido, me vi inmersa en ese círculo kármiko sin fin. Lo cierto es que, si no me llamaban llorando, llamaba llorando yo.
