De la librería al bar
El bar La Cueva, ubicado en el centro de Barranquilla, en realidad fue una tienda, por lo que no se parecía en nada a un café europeo: sus tertulianos se liaban con discusiones sobre béisbol y fútbol más que con el devenir histórico o las artes. Y no es que no tuvieran las capacidades para hacerlo, sino que la burla (“mamadera de gallo”) se convirtió en el sello de fábrica de los jóvenes intelectuales, sobre todo, costeños, reunidos en aquel sitio.
El ambiente de La Cueva ―cambio de nombre impuesto a El Vaivén por sus propios usuarios― era intelectual, pero de un modo extraño y alegre: Quevedo se camuflaba entre bailes y Hemingway, muy propio de él, surgía al hablar de combates de box; la literatura no se mencionaba de forma explícita al tratarse del motor vital de los asistentes.
Pero más allá de la risa, las discusiones podían ser tremendas entre la fauna del bar, tanto que para zanjarlas de antemano la administración se vio obligada a colocar un letrero con la leyenda “AQUÍ NADIE TIENE LA RAZÓN”; quizá esta fue la primera vez que un comercio admitió sin tapujos lo que es una verdad universal: los clientes siempre están equivocados.