
La guerra fría había empezado y, a medida que transcurrían los meses, se hacía cada vez más evidente que el conflicto entre el Occidente capitalista y el Oriente socialista tarde o temprano se calentaría hasta explotar en otra guerra mundial. Corría el año 1953 y, poco antes de morir, el dictador soviético Yósif Stalin había ordenado a su lugarteniente, Lavrenti Beria, que dirigiera los preparativos para afrontar la guerra que inevitablemente se vendría.
Lo primero que debía hacerse era proteger la capacidad soviética de respuesta a un posible ataque nuclear estadounidense. Para entonces, en las ciudades ya había refugios subterráneos para la cúpula militar y para los jefes del partido Comunista, que eran los gobernantes absolutos y todopoderosos. Había, además, planes concretos para mantener siempre en el aire, a buen resguardo de la aviación enemiga, a una parte de los aviones de combate. Pero la avanzada tecnológica de la marina, que eran los submarinos atómicos, estaba expuesta a una destrucción rápida y total.
Georgui Malenkov, primero, y Nikita Kruschev, después, los dos sucesores de Stalin en la cúpula del poder soviético, decidieron proseguir los planes, para lo cual encargaron a los expertos que localizaran el lugar más propicio para esconder la flota de submarinos y “protegerla hasta del ataque más pérfido”. A pesar del apremio, la búsqueda fue cuidadosa y minuciosa. Las inmensas costas soviéticas fueron rastreadas palmo a palmo, en búsqueda del sitio ideal. Finalmente, ya en 1956, el lugar fue encontrado. Y al año siguiente los trabajos comenzaron.