Edición 467 – abril 2021.

Los tiempos de lustre y esplendor, en los que fue el centro del mundo, habían quedado atrás: Roma era, ahora, una ciudad en decadencia, que no sólo perdía su brillo, sino también su población. Las epidemias, la corrupción y la molicie de sus élites la habían sumido en una depresión de la que ya nunca se recuperaría. Consciente de la debacle, el emperador Diocleciano resolvió trasladar la corte imperial hacia el Oriente, al Asia Menor. Y en 248 estableció la capital en Nicomedia, la vieja sede del Reino de Bitinia.
Pero al empezar el siglo siguiente, el IV, el Imperio volvió a estremecerse por una sucesión interminable de ambiciones y discordias. Y se partió en dos. Del Occidente se apoderó Constantino, que gobernaba desde Milán, y del Oriente se apropió Licinio, asentado en Nicomedia. La disputa, con algunas treguas precarias e inútiles, duró once años, hasta que, en septiembre de 323, Constantino abatió a Licinio y reunificó el Imperio. Y sin demora puso manos a la obra en sus planes de recobrar la magnificencia de tiempos idos.