
Era una tarde de verano, estábamos frente al mar. Me recosté sobre el regazo de mi abuela y con sus dedos suaves acarició mi cabeza. El aire tibio nos envolvía. Ella murió hace seis años y este es el recuerdo más vivo que tengo de nosotras. Más que un recuerdo, se ha ido convirtiendo en una sensación profunda en mi cuerpo, un momento que me acompaña y me permite tenerla conmigo siempre. El momento se repite una y otra vez en mi memoria, deslizándose sobre un tiempo infinito que no puedo explicar.
Me han conmovido mucho las imágenes del telescopio James Webb, reveladas al mundo hace pocas semanas. En ellas se puede ver el universo en todo su esplendor. Estrellas que nacen, que mueren, galaxias en colisión y una infinita coreografía cósmica que llega a nosotros gracias a una de las mayores proezas de la humanidad. Si esto no nos deja perplejos frente a la inmensidad de la vida y nuestra existencia, nada lo hará.
Pero, ¿y qué tienen que ver las imágenes de un telescopio con aquel recuerdo de mi abuela que se repite infinitas veces en mi memoria? No sé mucho de física, pero la luz siempre fue un elemento que me sedujo. Desde mis años en el cuarto oscuro, cuando los cristales de plata, empujados por la luz, revelaban una escena de la realidad sobre el papel, hasta mi imagen infinita, cuando de niña me paraba entre los dos espejos de un vestidor.