
Después de acabar el colegio, los jóvenes ecuatorianos deben rendir un examen para tratar de ingresar a la universidad. Algunos pasan, otros no. ¿Qué sucede cuando entre el colegio y la universidad se interpone el limbo?
Ximena López, de dieciocho años, ha rendido tres veces el examen de ingreso a la universidad. Al terminar el colegio pensó que no sería complicado aprobarlo. No tenía temor, solo algo de nervios por las cosas que escuchó decir a sus compañeros: lo difíciles que son las pruebas, la falta de cupos, la posibilidad de verse obligados a escoger una profesión que no les gusta. Ximena quería ser azafata, pero se trata de una carrera demasiado costosa, me dice, así que considera que en cierta medida sí, claro que sí, tuvo que sacrificar su vocación y ser consecuente con las posibilidades económicas de su familia. Durante un tiempo se preparó como auxiliar en odontología e hizo prácticas en un hospital de Guayaquil, pero se dio cuenta de que eso no era lo suyo.
Le pregunto por sus amigos. “Poquísimos lograron entrar a una universidad pública. Algunos están en universidades privadas. Otros obtuvieron becas del municipio”. Le pregunto también cómo se siente después de los intentos fallidos. “Me sentí un poco frustrada, pero sin bajonearme. Y no he dejado de intentarlo”. Me cuenta, por último, que a comienzos de septiembre pasado rindió nuevamente el test de admisión. Que esta vez optó por Administración de Empresas porque le gustaría vincularse al negocio de las concesionarias de autos y cree que esa carrera podría ayudarla.