Nunca me gustó cumplir años. El ritual del “queique”, el anillo barato en la vela que no escucha los deseos, el tétrico coro de amigos y familiares que reza “Japiverdei tuyu”. Nada de eso me pone japi.
Días antes de cumplir los 27, me fui a Cuenca para huir de un trabajo aburrido, de un novio aburrido y de una ciudad aburrida. O sea para huir de mí misma. Aproveché la invitación a un festival de cine para refugiarme en un paréntesis con todo pagado: hotel aniñado, agua caliente, desayuno servido. Cuando el festival terminara, me quedaría un día más con un amigo a olvidar un poco el estrés de la vida ordinaria y celebrar mi onomástico.
Me disponía a asistir al primer encuentro sobre “conflictos del cine ecuatoriano”, o algo parecido, cuando sonó mi celular. Era mi jefa. “Nena, necesitamos que nos entregues tres guiones para mañana”. Respiré y decidí responderle con la clásica frase de Baterville: preferiría no hacerlo. “En ese caso, no podremos seguir trabajando contigo. Espero que te vaya bien, tú eres una pelada súper pilas, súper chévere, y estoy segura de que no tendrás problema en conseguir algo”. Cerré el teléfono y encendí un cigarrillo: Yo me había ido para dejar un rato el trabajo, ¡no para que el trabajo me deje a mí!
