El relato, mezcla de registros históricos sueltos, referencias literarias dispersas y, sobre todo, imaginación abundante, dice que el prisionero misterioso y sin nombre que murió en 1703 en la fortaleza de la Bastilla, en el extremo oriental de París, era en realidad el hermano gemelo de Luis XIV, el ‘Rey Sol’, encerrado por su padre al nacer para evitar disputas dinásticas que pusieran en peligro la monarquía en la época tempestuosa de mediados del siglo XVII. En sus sesenta y cinco años de vida, desde que nació en 1638 en el palacio de Versalles hasta su entierro en el cementerio de San Pablo, habría sido obligado a usar una máscara de hierro para —agrega el relato— que nadie viera sus facciones, idénticas a las del poderoso soberano de Francia.
La condena para Felipe (que así se habría llamado el hermano desheredado) era perpetua: su padre, Luis XIII, había dispuesto que viviera en la Bastilla toda su vida. Pero en algún momento entre 1672 y 1678, cuando Francia libró una guerra feroz contra las Provincias Unidas de los Países Bajos, su liberación y entronización fue planeada por un grupo de nobles, horrorizados por lo sangriento del conflicto que había dispuesto Luis XIV. Pero la ejecución de ese plan requería de luchadores formidables, diestros en las técnicas del combate, como habían sido los mosqueteros del rey.
Para entonces (y aquí entran la leyenda y la fantasía) los tres primeros mosqueteros ya estaban retirados: Athos vivía en el campo, dedicado a la agricultura, Porthos llevaba en París una existencia desenfrenada, repleta de vino y mujeres, y Aramis se había entregado al servicio de Dios, como sacerdote jesuita. Los conspiradores hablaron con ellos, les narraron la triste historia de Felipe, les contaron su plan y les convencieron de que algo había que hacer: deponer a Luis XIV y, preservando el linaje real, reemplazarlo por su hermano gemelo, a quien había que sacar de su prisión y ponerlo en el trono. Era, al fin y al cabo, idéntico al rey y de su misma sangre. Nadie se daría cuenta de la suplantación. Pero para que el plan funcionara era indispensable el apoyo del cuarto mosquetero, D’Artagnan, el más diestro de todos, que seguía activo y en servicio.