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Que linda está la maraña

por Huilo Ruales

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Ilustración: Miguel Andrade

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Me han negado por tercera y última vez la solicitud de residencia. No tengo sino tres alternativas: matarme o volver a mi maldito país, lo cual sería peor ya que seguiría vivo, o entrar en la ilegalidad, que es como cubrirse de pelaje y vivir en madriguera. Un indocumentado es un prófugo inmóvil. Mientras desciendo por la orilla de las mesalinas africanas, voy rompiendo todos mis documentos y desde el puente viejo, a manojos, lanzo sus pedazos al aire. Como mariposas blancas y torpes, se esfuerzan por levantar el vuelo, pero la ausencia de viento los conmina a precipitarse en las aguas del canal. El pasaporte, ya deshojado, vaivenea unos segundos antes de asentarse en el agua, como una minúscula balsa.

Santo remedio, me digo, repitiendo la frase que usaba la abuela Jacinta, la especialista en ahogar perros y gatos recién nacidos. A partir de ahora no soy nadie. Un trashumante. Un simple fantasma integrando el torrente de indocumentados que como ratas se filtran por los caños de Europa. Me detengo para respirar, para oír mi interior, para sentirme inexistente. Como en una instantánea, mi pie izquierdo está suspendido en el aire sin culminar el paso. Mi vista se congela en el agua y mi corazón se detiene. Si hubiese alguien que desde mi garganta soltase un grito, saldría por mi boca un silencio aterrador.

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