
La maniobra de extorsión fue de una prolijidad asombrosa. Un ciberataque impecable. Era el fin de semana del 4 de julio y mientras los estadounidenses celebraban el aniversario de su independencia con orgullo, banderas y un despliegue pirotécnico enorme, una banda de piratas informáticos aprovechó una falla en un programa de tecnología de la información y, rompiendo todos los resguardos, asumió el control de los sistemas de cientos de corporaciones del mundo entero. Todo silencioso y todo eficaz. E hizo su exigencia: setenta millones de dólares a cambio del desencriptador que permita recuperar los datos secuestrados. Y esa cantidad era innegociable.
La lista de los afectados, unos mil quinientos, no fue divulgada. Se supo, por filtraciones, que incluía industrias en Europa, sistemas de distribución en los Estados Unidos, laboratorios farmacéuticos en el sudeste de Asia, redes de hospitales en la India, una cadena de supermercados en Suecia y hasta once colegios en Nueva Zelandia. La presión de los chantajistas, que se identificaban a sí mismos como REvil (Ramsomware Evil), fue inclemente: o los setenta millones o se quedan paralizados indefinidamente.
Del desenlace del ataque, uno de los más directos y coordinados que hayan sido conocidos, se sabe poco, casi nada. Según informaron algunos servicios internacionales de prensa, REvil se desintegró el 13 de julio por motivos misteriosos: pudo haber sido por una negociación, en la que el pago del rescate incluía el compromiso de disolver la banda, o pudo haber sido por un contraataque de los servicios de inteligencia estadounidenses. O tal vez rusos. O, acaso, de estadounidenses y rusos en conjunto.