En vez de una guerra prolongada, la opción de Rusia en Ucrania sería un “conflicto congelado”.

El amanecer era frío y desapacible, con visibilidad escasa y truenos de tormenta. Tanto para ese día, martes 8 de febrero, como para los siguientes el pronóstico anticipaba nieve, escarchas y más neblina. Todas, por lo tanto, muy buenas noticias. Con ese clima borrascoso, que se extendía a casi todo lo largo de la frontera entre Rusia y Ucrania, una operación militar en gran escala, con aviación, artillería e infantería, era imposible o, al menos, altamente improbable. Si hasta el desembarco en Normandía en 1944, que iba a significar la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, fue aplazado por un temporal inoportuno, con mayor razón era impensable una ofensiva terrestre en el invierno áspero de Europa Oriental. Si en realidad había planes de ataque, habría que dejarlos para cuando llegara la primavera.
Para los ucranianos, cuya inferioridad militar frente a los rusos es abrumadora (240.000 soldados activos y 1’000.000 en la reserva frente a 910.000 y 2’000.000), el clima borrascoso era tranquilizador: esa tempestad les ponía a salvo de una invasión masiva mientras los Estados Unidos y sus aliados europeos desplegaban todo su inmenso poder económico —con la consiguiente amenaza de sanciones contundentes— para disuadir a Rusia de lanzarse a una aventura armada. En Moscú, sin embargo, el vendaval en la frontera les tenía sin cuidado, porque no había planes inmediatos de ataque. Eso era, al menos, lo que aseguraba Vladímir Putin.